miércoles, 12 de junio de 2019

The Demon Lover


No había dormido bien. Era la tercera mañana –o la cuarta, o la quinta— que se le pegaban las sábanas. Se levantó de la cama exhausta, como si en lugar de haber estado tumbada durante seis horas hubiese estado intentando mantener el equilibrio caminando sobre arenas movedizas.
Jaime había hecho café. Lo sabía por el olor tan intenso que llegaba desde la cocina y que comenzaba a inundar el dormitorio. Si debía elegir algo que le agradara de su vida, era, sin duda, la agradable sensación de descubrir, de nuevo, que compartía su existencia con alguien cuando percibía el aroma del café recién hecho por las mañanas. Sí, el café.
Fue al baño y se miró al espejo. Reconoció en su reflejo el insomnio de varias noches. Reconoció algo, al menos. Después de varios segundos contemplando su propia imagen, se preparó para ir a trabajar. Eligió el jersey rojo, que no se había puesto desde el invierno anterior, y cogió los pendientes de la mesilla de noche para ir rápidamente a la cocina a probar el café de Jaime.
-Hoy estaré en casa durante toda la mañana—Jaime tenía esa pequeña manía de no dar jamás los buenos días, y a ella le encantaba que él obviara esas trivialidades—Tengo turno de noche hasta el jueves.
-Vale—se limitó a contestar, inexpresiva. Precisamente hoy se había levantado con ganas de que fuesen las cinco de la tarde y regresar con él a casa.
Se levantó y salió corriendo hacia el porche, advirtiendo que llegaba tarde a trabajar. Entró en el coche, un Minicooper rojo, y arrancó. Mientras conducía, mientras recorría las mismas calles de todos los días, percibía una extraña sensación de desconocimiento, como si pequeños ángulos de cada una de ellas hubiesen cambiado. Comenzaba a marearse y perder ligeramente el control del vehículo, agradeciendo que uno de los semáforos con los que se topó se pusiese en rojo.
Se tomó unos segundos para volver a contemplarse en el espejo del conductor, esta vez habiendo disimulado las ojeras de su tercera noche sin dormir.  Había olvidado ponerse un pendiente. Solo uno; en la oreja derecha relucía una pequeña perla blanca. A la oreja izquierda le correspondía otra pequeña perla, la cual probablemente se había quedado a solas sobre la mesilla de noche. O quizás se había colado por el desagüe mientras se adecentaba las ojeras. “Qué más da”, pensó, “nadie se preocupa por un pendiente, al fin y al cabo”, y arrancó el coche.
Cuando llegó a la oficina, nadie le dio los buenos días. Esto era algo que no le molestaba de Jaime; sin embargo, sí le parecía un mal gesto por parte del resto de personas. “¿Será porque me falta un pendiente?”, pensó, “Me falta un pendiente. Es como maquillarse un solo ojo, o como ponerse un solo zapato. Me miran mal porque me falta un pendiente”. Decidió en ese instante que era el momento de volver a casa a por su pendiente olvidado.
Se montó de nuevo en su Minicooper rojo para recuperar el pendiente que le había negado el saludo de sus compañeros de trabajo y, cuando llegó al porche de casa, volvió a notar esa sensación de extrañeza; había algo en esa casa que ya no le pertenecía. Cuando intentó meter la llave en la cerradura, no encajaba. “Juraría que anoche abrí con esta llave”, pensó. Llamó a Jaime por la ventana. No obtuvo respuesta. Entonces, la puerta principal se abrió y apareció Jaime, con el mismo pijama con el que lo había visto apoyado en la repisa de la cocina mientras le decía adiós.
-Perdona, me he dejado una cosa antes. La llave no abría, debe… --Y notó cómo él la empujaba hacia atrás con su cuerpo.
-¿Quién es usted? –Jaime la miró del mismo modo en que la miraron sus compañeros de oficina cuando se dieron cuenta de que le faltaba un pendiente. Y, de pronto, comprendió esa sensación que la había embargado cuando aparcó en el porche.
-¿Es una broma? Soy yo—Empleó la palabra “yo”, a pesar de que dicha palabra se le antojaba desconocida. Carente de significado. Si Jaime no sabía quién era ella, ahora “yo” no era equivalente a nada.
Jaime la miró de arriba abajo, consternado. En ese momento, ella quiso decirle que el jersey rojo que llevaba puesto era el mismo que él le había regalado las navidades pasadas, que se conocieron un día 23 y que quería que él volviese a hacer café para ella como aquella mañana. No obstante, permaneció en silencio mientras contemplaba cómo Jaime cerraba la puerta y se acercaba sutilmente hacia el teléfono, mientras no dejaba de vigilarla desde el otro lado de la ventana.
No se movió de allí. Permaneció de pie en el porche, mirando a Jaime desde fuera. Él también la miraba a ella, pero no como por la mañana, ni como la noche anterior, ni como todos los anteriores días de su vida. Unos minutos después, llegó un coche de policía a pedirle amablemente que se marchara.
-Es mi casa—dijo, pero jamás sintió que mentía tan descaradamente como cuando pronunció aquellas palabras.
-El señor que ha realizado la llamada dice que no la conoce a usted de nada—contestó una de las dos agentes de policía, observándola por encima de sus gafas de sol. Mientras, ella seguía mirando a Jaime desde la distancia, intentando encontrar algún resquicio del hombre que había dejado desayunando en casa por la mañana.
-Me voy—contestó, sin volver a reclamar nada, y sin girarse para volver a ver a Jaime una última vez.
De nuevo montada en su Minicooper, tomó rumbo hacia la oficina. Quizás allí podría encontrar algo de cordura, aunque no hubiera podido recuperar su pendiente. Como quiso librarse de las mismas miradas hostiles que ya le habían dirigido como la última vez se había presentado por allí sin su pendiente, y como cuando la policía la echó de su propio porche, subió rápidamente las escaleras, intentando evitar cualquier tipo de interacción con nadie.
-Disculpe, usted no puede entrar aquí—cuando se acercaba a su despacho en la segunda planta, la recepcionista le impidió el paso.
Se giró lentamente, incrédula. Todo aquello superaba los límites de cualquier broma de muy mal gusto.
-Trabajo aquí—apenas pudo pronunciar. La recepcionista la miraba con los ojos entreabiertos mientras sostenía el teléfono junto a su oreja. Cruzó una mirada con su compañera, y esta realizó una llamada en voz baja. De nuevo sintió la humillación de que alguien, esta vez un guardia de seguridad, la invitase amablemente a abandonar el edificio. Trabajo aquí—repitió, creyendo cada vez un poco menos en sus propias palabras.
Abandonó la oficina ante la mirada atenta de las mismas personas que la habían observado con desaire cuando se presentó con un pendiente de menos, y del mismo guardia de seguridad que la había obligado a marcharse. Una vez estuvo fuera, contempló el edificio una vez más, y cayó en la cuenta de que ya ni siquiera recordaba cómo había llegado hasta aquel lugar. “El Minicooper”, pensó, “tengo un Minicooper rojo que compré con mis ahorros de varios años y él me ha conducido hasta aquí”. Sin embargo, justo en ese momento observó cómo una mujer completamente desconocida abría el asiento del conductor de su Minicooper aparcado a tan solo unos metros, y arrancaba.
Salió corriendo, y se subió sobre el capó ante la mirada horrorizada de la misteriosa conductora que se había adueñado de su vehículo.
-¡Es mi coche!—gritó, desesperada. Gritó y golpeó el cristal delantero con todas sus fuerzas, hasta que no tuvo más remedio que desistir y quedarse en tierra, viendo cómo su coche se alejaba.
Se alejó caminando lentamente y anduvo durante quién sabe cuánto tiempo, hasta que se encontró a sí misma entrando en un bar cualquiera. El olor a café impactó bruscamente contra su olfato. Café rancio y quemado. Quiso vomitar. Una vez lo hubo hecho, se enjuagó la boca y levantó la cabeza hasta encontrarse de nuevo con su propio reflejo en el espejo del baño. No obstante, en esta ocasión no reconoció a la mujer que se erguía ante ella. Había olvidado su nombre, sus apellidos, su edad y sus señas. La habían despojado de lo único que todavía era suyo.

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